Viernes 5 de febrero, Madrid. Carnaval, ese festejo que desde las Saturnalias sirve para invertir el orden habitual del mundo y reírse de lo que durante el resto del año nos somete. Entre los espectáculos programados por el Ayuntamiento se encuentra La bruja y don Cristóbal, un guiñol que se inscribe en la tradición de los títeres de cachiporra. Entre sus escenas aparecen un apuñalamiento, un juez ahorcado y un policía colocando pruebas falsas para incriminar a una bruja. Los asistentes comienzan a preguntarse por qué la obra se ha programado como infantil. Cabe decir que yo también me lo pregunto, pero no por los contenidos escabrosos, propios, de hecho, de toda la tradición popular (en las farsas, los maridos cornudos apalean a los amantes, verbigracia). No por los contenidos escabrosos, sino porque seguramente ni el argumento ni la sátira son comprensibles para criaturas de cinco años. En cualquier caso, la web de la compañía no tiene clasificada la obra como infantil, y parece que aquí ha sido el Ayuntamiento el que ha metido la pata.
Pero comienza el rasgamiento de vestiduras. Y comienza porque los motivos escabrosos de la obra están vinculados a contenidos políticos. Si hubiesen representado Caperucita roja, donde un lobo se come a una niña y una vieja, y después un cazador le raja la barriga al lobo para sacarlas y se la llena de piedras y así lo tira al río, nadie se habría escandalizado. En fin. La indignación de los asistentes llega a su culmen durante la escena en que el policía (les recuerdo que es un títere) incrimina a la bruja (les recuerdo que es otra títere). Para ello, el policía saca una pancarta —una pancarta, ¡ay!, así ha aparecido en toda la prensa, una pancaaaarta, imagínense cuántos centímetros debe de medir una pancarta para títeres— donde pone «Gora Alka-ETA» y se la coloca a la manifestante, que está desmayada en el suelo. Después le saca una foto que el policía va a utilizar para denunciarla.
Pues bien, una parte del público no puede consentirlo por más tiempo y llama a la policía. La policía detiene a los dos titiriteros. Pasándose por el arco de la incompetencia los más elementales criterios sobre sátira, contexto, autor implícito y distinción entre realidad y ficción, se les acusa de enaltecimiento del terrorismo. El Ayuntamiento de Madrid, que nada más ganada la alcaldía recibió un clamoroso zapatazo, se persona como denunciante. Como el presunto delito entra en el marco de la ley antiterrorista (esa ley de excepción que siempre corre el riesgo de interpretarse abusivamente), los dos titiriteros acaban declarando en la Audiencia Nacional. Así como lo oyen: dos titiriteros cuya obra denuncia la instrumentalización de la lucha contra el terrorismo como marco cultural para mantener prietas las filas acaban siendo víctimas de ese marco cultural.
Y todo esto, mientras en el Teatro Arlequín todavía está en cartel Mi princesa roja.
Valle-Inclán no lo habría hecho mejor. Mientras voy siguiendo las noticias sobre el caso, me asalta la idea de que no es ni caso ni suceso de titiriterrorismo; sino un esperpento que el gallego está escribiendo desde la tumba. Un esperpento magistral con su poco de teatro dentro del teatro. Hay demasiadas coincidencias en esta historia como para que sea únicamente fruto del azar. Entre ellas, por ejemplo, el retrato de la caza al anarquista que ya aparecía en Luces de bohemia. Así, el auto judicial señala que uno de los pecados de los dos titiriteros era tener este libro entre sus pertenencias, mismo indicio por el que ya fueron detenidos siete anarquistas durante la Operación Pandora (por cierto, que no sé cómo no han encausado todavía a La Central por tener una propuesta parecida en su catálogo). Entretanto, los manifestantes que se reúnen en la plaza Remonta para protestar contra las detenciones tienen que escuchar cómo la policía les avisa de que el lema de sus pancartas —»Libertad Titiriteros»— podría considerarse apología del terrorismo. Si eso no es absurdo valleinclanesco, ya me dirán qué es. Pero lo que ya me hace confirmar que aquí tiene que estar presente la mano de don Ramón es que el juez que dicta prisión incondicional para los titiretarras, ese en cuyo auto judicial se dice que «Gora Alka-ETA» es un juego de palabras que enaltece tanto el terrorismo etarra como el yihadista, ya haya estado implicado como policía en un caso de incriminación poco limpia. No me digan que no es una genialidad: en el personaje del juez, la obra se cierra brillantemente, con una circularidad perfecta que no puede ser sino estudiada.
A Martes de Carnaval le faltaba un esperpento que don Ramón ha hecho culminar en viernes.