Sueño que voy caminando por l’Eixample y que llego a calles donde no había estado nunca, más trazadas con esa sección elíptica de algunas zonas del Guinardó que con el tiralíneas eixamplesco. De repente estoy ante una calle que asciende curvándose poco a poco hacia la izquierda, en la que hay un edificio de color arcilla, con la fachada abombada y siguiendo la misma curva de la calle. Las barandas de los balcones son de madera, pintadas de marrón acharolado, barrigonas.
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Me meto en la calle y acabo llegando a la entrada de una cueva enorme, parecida a la boca perruna del infierno tal como la pinta el Greco, pero mucho más alta. Cuando entro, resulta que estoy en una especie de catedral abandonada que se había restaurado para instalar un restaurante. Allí está la peñita, cenando tan mundanalmente en esa especie de gruta eclesial, mezcla de mundo submarino, iglesia descarnada y velada burguesa de La dolce vita. Un tiempo muy antiguo flota todavía en la bóveda, muy arriba, en la penumbra. Las estatuas que allí cuelgan tienen corroídos los ojos, la boca, las manos.  Una leve niebla las mantiene sumidas en su siglo.
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Vuelvo la vista abajo. Caminando por el interior, me encuentro de pronto metida en un grupo al que le están haciendo una visita guiada frente a unos acuarios. Después salgo a la calle y merodeo un poco por los alrededores, por unos caminitos de tierra que rodean los pisos, pero que se cortan abruptamente, sin llegar a ninguna parte ni permitirme pasar a la calle asfaltada.
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