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allende

Prefiero esta foto a la de la salida del Palacio de la Moneda porque me gustan las cosas pequeñas capaces de multiplicarse más allá de sus límites. Un resto así entraña un naufragio y entonces una resistencia y también la derrota y un duelo. Un resto así señala lo perdido, lo que siempre hemos perdido porque por momentos somos capaces de un golpe de fuerza pero el poder se nos ha escapado y no se puede. Y señala la ausencia. La del que ya no está y las últimas horas entre el polvo y las balas. La del que vio un futuro que ya no se ve. La del que no quiso ser botín pero sabía —como yo no sé y acaso no sabré nunca— que sus desilusiones no eran la forma definitiva del mundo.

Eso es: la ausencia a la que esta foto alude mejor que la otra, y con ella todas las ausencias perpetradas después. Incluida la de cualquier cosa que se parezca a la soberanía de un pueblo.

Pero también la huella, el resto que se empeña y alude, y alude y alude a todo lo que falta.

Prefiero esta foto porque es menos icónica y entonces menos digerible, y porque todo lo que calla crece silenciosamente como las semillas enterradas.

O quizá porque soy una pretenciosa a la que le gusta hacer retórica, lo que no es descartable. En este mundo nuestro, quedan muy pocas cosas verdaderamente afuera.

Sueño que voy caminando por l’Eixample y que llego a calles donde no había estado nunca, más trazadas con esa sección elíptica de algunas zonas del Guinardó que con el tiralíneas eixamplesco. De repente estoy ante una calle que asciende curvándose poco a poco hacia la izquierda, en la que hay un edificio de color arcilla, con la fachada abombada y siguiendo la misma curva de la calle. Las barandas de los balcones son de madera, pintadas de marrón acharolado, barrigonas.
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Me meto en la calle y acabo llegando a la entrada de una cueva enorme, parecida a la boca perruna del infierno tal como la pinta el Greco, pero mucho más alta. Cuando entro, resulta que estoy en una especie de catedral abandonada que se había restaurado para instalar un restaurante. Allí está la peñita, cenando tan mundanalmente en esa especie de gruta eclesial, mezcla de mundo submarino, iglesia descarnada y velada burguesa de La dolce vita. Un tiempo muy antiguo flota todavía en la bóveda, muy arriba, en la penumbra. Las estatuas que allí cuelgan tienen corroídos los ojos, la boca, las manos.  Una leve niebla las mantiene sumidas en su siglo.
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Vuelvo la vista abajo. Caminando por el interior, me encuentro de pronto metida en un grupo al que le están haciendo una visita guiada frente a unos acuarios. Después salgo a la calle y merodeo un poco por los alrededores, por unos caminitos de tierra que rodean los pisos, pero que se cortan abruptamente, sin llegar a ninguna parte ni permitirme pasar a la calle asfaltada.
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Aunque no sé si es incoherente con mi idea de la vida como vagar postraumático.

Sentada en el andén, 8.25 h. Veo pasar a los habituales. Me lamento como habitualmente (que si el empleo, que si los rebaños empleados —ah Deleuze, te iba a dar yo a ti con la necesidad de devenir rebaño—, que si la máquina). A mi izquierda llega una niña de la mano de su madre. En la otra mano lleva una gran varita mágica de color malva. ¿Tendrá cinco años? Pasa frente al hombre sentado un poco más allá de mí, y le echa un golpe de varita. Se ríen el hechizado y la hechicera. Llega a mi altura, pasa ante mí y me echa un golpe de varita. Se ríe muy callandito. La sigo con la mirada mientras su madre se la va llevando.

En qué me habrá convertido.

No es todavía de noche cuando K. y yo salimos a la azotea, cargadas con nuestros pertrechos. Las torres de la Sagra, con esta luz, son un plomo ominoso que impide a la mirada extenderse más allá (cuando llegué a este barrio, soñé que un king kong devorador me perseguía por la calle Sicilia; acababa de leer El día del Watusi, donde Casavella califica la Sagrada Familia de “mona de pascua delirante”, definición que hice mía por aquel entonces, y cuando en su momento le conté el sueño, K. hizo la pertinente asociación). Nos sentamos contra el paramento, mirando hacia Collserola. Extendemos la bolsa a modo de mantel y sobre ella ponemos el jamón, el queso, el pan. Llenamos las copas de vino. Una banda lechosa se extiende entre el perfil de la montaña y el cielo oscurecido. Suerte de los anocheceres en este barrio, sutiles hasta afinar el cielo y desagraviar al alma por la pesantez del mazacote gaudinesco. El pobre Gaudí, pretender elevarnos con esos mamotretos de piedra cuando bastaban una azotea y una botella de Tempranillo.

El ruido del tráfico se ha aquietado, o quizá es que ya no puede llegar tan arriba: por fin hemos conseguido escapar de ese estruendo en el que tenemos que lidiar cada día como sordos, y en ese silencio van oyéndose las palabras de la propia vida. Promiscuidad de los hechos y los tiempos: el padre que espera a ser operado, aquella época de las hombreras enormes en que yo estudiaba con diligencia y ella se desbravaba y huía, la ridiculez del empresariete que aspira a ponerle a un contrato comercial la guinda de un polvo, esta época de cámaras y control total de las vidas que nosotros mismos entregamos a las redes sociales. Entre esa promiscuidad de los hechos y los tiempos y los cuidados y las ansiedades, una frase de K. recoge la esencia de nuestro agotamiento económico como quien no quiere la cosa : “Un día, las lavadoras te contarán chistes”.

Oh, bueno, sí: aquí no tiene ninguna gracia; pero ya se sabe que todo es cuestión de contexto. Será el tono de K., o que el vino me ha abierto las compuertas de la risa; pero esta frase me produce una carcajada refrescante y aliviadora: ah, toda la ridiculez de nuestro siglo, que ya no sabe qué valor añadir al valor añadido, la raquítica razón de ser de nuestra cadena productiva. Lavadoras con chiquicientos programas de los que solo usarás dos, lavadoras con una luz interior para que no se te vaya a olvidar un calcetín al sacar la colada, lavadoras que domestican la quinta de Beethoven para avisarte de que se acabó el lavado. ¿Qué podría distinguir una lavadora que lava de otra lavadora que lava? Un día las lavadoras nos contarán chistes: desde una azotea, todo este cúmulo de empeños solo puede verse como una estupidez hilarante, y aunque a K. le parezca exagerada mi risa, yo elevo hacia el cielo el borboteo de mi carcajada, que es lo único que a estas alturas podemos ofrecer los humanos a los dioses. Que dicho sea de paso, deben de estar descojonándose. Brindemos.

La noche ha llegado ya y se queda. Un poquito de jamón, un trozo más de queso, Júpiter y Venus brillan rotundamente a un lado del cielo, las grúas se elevan gráciles al otro. Las grúas entre las torres de la Sagra: única verdad estética de nuestro siglo en medio de ese quiero-y-no-puedo decimonónico, única ascensión verdadera entre tanto mostrenco de piedra. Cómo se sostendrán las grúas, eso sí que es un milagro, ahí están en medio de la noche, con su lucecita roja palpitando para que no se estrelle algún helicóptero contra ellas. Si algún día veo acabada la Sagra, lo que voy a echar de menos son las grúas. Los hechos siguen siendo promiscuos y van y vienen entre el pan y las risas: el compresor de aire acondicionado con que los vecinos nuevos han copado más de la mitad de su balcón (el bienestar era esto), las entrevistas de trabajo (muy barato el kilo de comercial), la necesidad de entregar al olvido los enseres de los muertos.

Así que vuelvo a llenar las copas, más vino, que el sol oculto en el Tempranillo nos traiga la verdad de la existencia en otra frase de K.: “Porque yo antes creía en Teresa de Calcuta; ahora solo creo en Calcuta”. No, de veras, toda la filosofía de la Academia me parece una pamema al lado de una frase como esta. El desengaño entero de una experiencia vital se resume en ella. Una generación al completo tiene voz en ella. Cualquier dimensión existencial ―hagan la prueba― puede encontrar su sentido en ella: amorosa, laboral, política, utópica. Y además está dicha así, al descuido. Entre un sorbo de vino y un mordisco al queso, zas: la revelación poética de la propia vida. Nunca tan melancólico desencanto se expresó con tan austera ironía en una frase con tan pocas pretensiones. Karl Valentin lo dijo con más lirismo ―“hubo un momento en que el futuro era mejor”―; pero con menos desparpajo y menos descreimiento de su propia melancolía, y yo soy muy de Parra.

Jamón y poesía, que más se puede esperar de una noche en una azotea; a lo mejor es que de la vida tampoco se puede esperar mucho más. Bueno, sí, no tener un empleo: eso debería estar incluido en cualquier programa político que pretenda como mínimo no obstaculizar el florecimiento de la vida (y promover las revelaciones existenciales entre vino y queso en las azoteas); pero reconozcamos que este es el siglo de las lavadoras con valor añadido y resignemos la utopía al lugar donde se olvidan los enseres de los muertos. Estiro las piernas, K. se levanta y se asoma al paramento de enfrente, se propone cabrear un ratito a los vecinos meneando la antena de la televisión; pero la idea cruza rauda por su cabeza, se va como ha venido, y todo queda en conato.

Repechadas sobre el muro, miramos un momento el ático del vecino de abajo; la noche está templada, algunas lucecitas cabrillean en la montaña, el monstruo dormita a nuestra derecha, vamos a reírnos de mi historial teresiano con piedad y con rabia, o mejor de la conexión a internet que estoy dispuesta a pagar, cómo no reírse desde una azotea, esta es la perspectiva de la risa desde los tiempos de la comedia griega, así que aprovechamos para no tomar nada en serio salvo el jamón. Porque luego tendremos que recoger y entrar en la finca y cerrar la puerta tras nosotras, tendremos que ingresar en ese manicomio ―welcome to the machine― que se abre escaleras abajo; pero no es todavía el momento cuando nos reímos de que tenga que pedir horas libres en el trabajo para poner exámenes en mi otro trabajo, no todavía cuando vamos de las pocas estrellas encendidas a los fulgores del vino. Ah, no: aún estamos ahí, constelando carcajadas con los escombros del desencanto, y el Tempranillo sigue abriendo su vía galáctica en la noche oscura de las venas.

escombrera9

«Volver a a ser una escombrera.»

¿Y esa repetición? ¿O es la creación de un agujero? ¿Cabría algo en él que me hiciese decir otra cosa? ¿O es el agujero por donde pasa la luz?

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parato

Gracias.

porterounitiva

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Pero cómo puede tener tanto universo dentro este señor, por los dioses.

A mí, que he tenido el mismo interés en la música electrónica que el que me ha provocado el estudio de los polímeros orgánicos no vinílicos, la entrada experimental del concierto del jueves me tuvo en trance media hora. Después ya fue todo un paseo por la cara oculta de la luna. Eso que los románticos llamaban la otra realidad existe: yo estuve allí la noche del 12, lo juro, señor agente, reintegrada al anima mundi. Cierto que no había cenado y usted lo achacará todo a ese vacío estomacal, y a que es abusar de su corazón citarle a una filóloga a Juan de Yepes y a Teresa de Ávila; pero le digo a usted que ese concierto abrió la puerta en el muro y la de mis propios quebrantos.

¡Ah, Battiato, ese portero de la vía unitiva!