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Dentro de muy poco veré llegar al mundo un libro que, para no desdecirse de su madre y de su tiempo, tiene hasta la inevitable tara congénita, fruto de la imprevisión y de las prisas.

Mi pequeña edición deficiente, que mi buen dolor de cervicales y mis horas de sueño me costó, y aun así o por eso la hice lastimada.

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Prefiero esta foto a la de la salida del Palacio de la Moneda porque me gustan las cosas pequeñas capaces de multiplicarse más allá de sus límites. Un resto así entraña un naufragio y entonces una resistencia y también la derrota y un duelo. Un resto así señala lo perdido, lo que siempre hemos perdido porque por momentos somos capaces de un golpe de fuerza pero el poder se nos ha escapado y no se puede. Y señala la ausencia. La del que ya no está y las últimas horas entre el polvo y las balas. La del que vio un futuro que ya no se ve. La del que no quiso ser botín pero sabía —como yo no sé y acaso no sabré nunca— que sus desilusiones no eran la forma definitiva del mundo.

Eso es: la ausencia a la que esta foto alude mejor que la otra, y con ella todas las ausencias perpetradas después. Incluida la de cualquier cosa que se parezca a la soberanía de un pueblo.

Pero también la huella, el resto que se empeña y alude, y alude y alude a todo lo que falta.

Prefiero esta foto porque es menos icónica y entonces menos digerible, y porque todo lo que calla crece silenciosamente como las semillas enterradas.

O quizá porque soy una pretenciosa a la que le gusta hacer retórica, lo que no es descartable. En este mundo nuestro, quedan muy pocas cosas verdaderamente afuera.

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Sueño contigo como quien sueña que todavía tiene el brazo que le han amputado. A veces, en el mismo sueño, recuerdo la gangrena, y me pregunto cómo haré para conservar el cuerpo entero.

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Falta de Fe.

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Volver a a ser una escombrera. Y de nuevo, la tentación desesperada de reconstruir. Como una humillación de la inteligencia. O peor, como una mofa de lo que sabes con todo tu cuerpo. Lo mismo que al final de El astillero, cuando lo más doloroso para Larsen, tras haber aprendido la nada, es percibir el renacimiento de las cosas (you can never hold back spring, pero es justamente eso lo que te mata).

Total, para qué, si es una ley de ponerse en obras el que salgan caras; puesto que siempre, siempre, a pesar de la llanura despejada y yerma, lo que espera en el horizonte —todavía no se ve, pero yo sé que sí— es otra demolición. La verdad, más práctico permanecer viviendo entre ruinas, un poco de excursión enmedio del derribo, sin nada demasiado grande en lo que creer, sin nada que se te vaya a caer encima.

Como cuando uno pasea por los descampados de extrarradio, donde todo está en calma porque ningún corazón habita.

Como Blogia se puso a la venta hace tiempo, y sobre todo, como la semana pasada redujeron todos los blogs de la plataforma a una única plantilla, como además no me fío del mensaje de administración que achaca el cambio a problemas con las antiguas y afirma que se irán ofreciendo otras, y como mi particular donde-habite-el-olvido se ha convertido en una inusitada abundancia de vida que me permite acometer con entusiasmo un poco maníaco mis menudas industrias, he trasladado el aunqueseaceniza.

La cosa ha tenido su qué, porque las copias de seguridad de Blogia no son compatibles con ninguna de las demás plataformas, por lo que me he visto copiando una a una —sí: una a una, que son tres-cien-tas-se-sen-ta-y-dos— las entradas del blog viejo. Con el inconveniente de que he perdido los comentarios (aunque se me está ocurriendo la maníaca idea de que podría copiarlos también y autoenviármelos). Parece un coñazo; yo también creía al principio que iba a serlo, y sin embargo ha sido cautivador llamarme desde atrás y comprobar entre otras cosas que estos renacimientos me han ocurrido siempre y que tanto tienen que ver con dejar de estar en órbita alrededor de otros. Nunca mais, me decía mientras mi cuerpo celebraba la autonomía de sus fuerzas, ahora al alcance de cualquier industria menuda.

Y en fin, aquí estamos otra vez.

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El superyó mortífero, obra también conocida como Le phallus, c’est moi.

¿Saben ustedes el duende? Doy fe de que esta tipa lo tiene.

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Sueño que duermo en una habitación con O. Ella en una cama a la izquierda y yo en una cama a la derecha. Tras la cabecera de las camas hay una vidriera que da a un patio exterior. Hay un momento en que O. dice que hay una rata en el patio. Al principio yo no la veo, pero luego está ahí: tras la cabecera de mi cama, separada de ella por el cristal. Es una rata un poco más grande que una mano, de color gris oscuro. La textura de su pelaje es como la de un peluche gastado, sucio y apelotonado. Me causa una honda inquietud, no por el tamaño o el asco, sino porque tiene algo siniestro. De pronto se levanta sobre las patas traseras, cruza las patas delanteras a la espalda, y comienza a pasearse por el patio, de mi cabecera a la de O., con aire de filósofo chiflado capaz de cometer un asesinato. En esas O. se ha convertido en Iker Casillas, que a la altura del techo tiene montado una especie de tubo transparente que comunica el patio con la habitación a través del cristal. Al extremo del tubo hay una pinza, e Iker la va cambiando según se pregunta «¿qué pasaría si…?». Como no le satisface la respuesta con las dos o tres primeras pinzas, las retira, y pone otras, hasta que en el lugar de la pinza coloca un cepo y tras hacer la pregunta dice «pues ahora sí», y saca la rata pillada por el morro.