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Dentro de muy poco veré llegar al mundo un libro que, para no desdecirse de su madre y de su tiempo, tiene hasta la inevitable tara congénita, fruto de la imprevisión y de las prisas.

Mi pequeña edición deficiente, que mi buen dolor de cervicales y mis horas de sueño me costó, y aun así o por eso la hice lastimada.

Me llega una convocatoria de congreso como agüita de mayo; porque hace un año y pico que le ando dando vueltas a la posibilidad de escribir algo sobre los malentendidos ideológicos que ha generado La de San Quintín (iluminada por Slavoj Žižek hablando de Coriolano, quién lo diría), y mientras compruebo qué se ha escrito por ahí, mi cabeza empieza a derramarse en una algazara jubilosa de temitas. Así que tenemos:

  • La de San Quintín
  • La tierna parodia con que Galdós pinta el frikismo krausista en El doctor Centeno
  • Un análisis del lenguaje social de las novelas de Torquemada desde el concepto de distinción de Bourdieu

¡Y ahora no me puedo decidir!

Explica André Scobeltzine que en la organización del trabajo para construir una iglesia románica no hay una distinción tajante entre la figura del arquitecto y la del albañil. Que el primero trabaja a pie de obra, entre los segundos. Que muchas de las soluciones arquitectónicas que aparecen en los muros de las iglesias (verbigracia, el voladizo de transición del arco cuadrado a la columna cilíndrica en San Martín de Chapaize) no responden a un diseño previamente pensado por el arquitecto; sino que han surgido al hilo de la construcción por iniciativa de los albañiles, que en esa época tienen una responsabilidad y un poder de decisión respecto al significado de la obra mucho mayor que en épocas posteriores. Al albañil se le reconoce un saber cuyas huellas se dejan ver legítimamente en el resultado definitivo. Lo que hoy llamaríamos arte no huye de la técnica, no pretende aparecer separado del trabajo, sino que surge entreverado con él, y así los muros no aparecen perfectamente revocados porque no es necesario borrar las marcas que las herramientas del cantero han dejado en la piedra. Solo después, ya entrado el Gótico, comienza un proceso jerarquizador paralelo al surgimiento de la burguesía y culminante en el Renacimiento por el que los albañiles, en función de un supuesto no-saber, acabarán siendo destinados a reproducir mecánicamente los métodos de trabajo ideados por los miembros de una clase privilegiada. El arquitecto pasa a ser el genio individual, cuya creatividad crece y se impone a expensas de la del albañil. Para poder distinguirse de este, además, sus saberes ya no pueden estar relacionados con la manipulación de la materia, con el trabajo, sino con una dimensión intelectual que muy sintomáticamente recibirá el respaldo de la institución universitaria: el epitafio de Pierre de Montereau, arquitecto de la Sainte Chapelle, lo inviste “doctor de las piedras”. Pues bien, hete aquí cómo la figura del genio surge de una expropiación de saberes colectivos y cómo la tan cacareada Idea no es más que la coartada intelectualista de ese robo (o también: el signo de clase que los arquitectos, escultores y pintores conquistaron para sí, pugnando por lograr compartirlo con los que escribían). Y hete aquí que, como lo reprimido siempre vuelve de otro modo, al cabo de los siglos cualquiera de nuestros genios puede inventar la sopa de ajo al retirar las defensas que había levantado la Idea y permitir la aparición de la materia  o del trabajo de los otros en sus creaciones. Con su firma, eso sí, no vaya a ser que el milagro del genio deje de acumular el capital simbólico que se le debe.

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Así pues, no solo se nos paga para que trabajemos, sino también para que no trabajemos. Se nos paga para que, llegado un punto, resignemos el saber y la iniciativa propios. O para que olvidemos que los saberes que hemos puesto en el trabajo no dejarán nuestra huella, sino la de la marca registrada.

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Quizá no se trate tanto de la expropiación de unos saberes como de su borradura, necesaria para que otro pueda arrogarse la exclusividad del saber. En términos de Jacotot, es el profesor el que necesita suponer la inferioridad de la inteligencia en el alumno para poder justificar la existencia de la institución pedagógica. En términos de diferenciación entre arquitecto y artesano, es el primero el que necesita suponer la ausencia de saberes en el segundo para justificar su superioridad. Después eso se traduce en privilegios para minorías; porque con mucha sagacidad, el saber que arquitectos y compañía escogen para suponerlo ausente en los artesanos al fin y al cabo trabajadores manuales es el de la Idea, que ya está en posesión de una clase previamente privilegiada: los que piensan y escriben. De ahí la lucha de Brunelleschi o la pejiguera davinciana de que la pintura es cosa mentale: se trata de hacerse sitio bajo el paraguas de un signo de clase. .

«Això és mentalitat de funcionari», dice así, con suficiencia. Se refiere a la reacción de mis compañeras de trabajo. El  jefe les ha dicho que uno de los grados de la Facultad va a desalojar el edificio para trasladarse a otro. Enseguida han pedido oficina nueva. A mí no me ha dado tiempo ni a reaccionar. Pero ellas han sido rápidas como sedientos ante un vaso de agua. Trabajamos en un habitáculo sin luz ni aire exterior. «Això és mentalitat de funcionari», y le da otro sorbo al cortado. Le he oído esa expresión otras veces. Cuando alguien ha cogido días propios y no ha avisado: «Això és mentalitat de funcionari». El alma pura. La cultura del esfuerzo. Que no, que a la Colau no se la cree porque su formación no admite estar «subvencionada per ICV». Ella, que no pronuncia una palabra con mayor entusiasmo que otra. Tampoco esta vez, pero no puede evitar contestar como un resorte. «Espero que guanyin», digo un poco perdida, porque la victoria de unos u otros ya a estas alturas quizá no es garantía de nada. Y entonces el resorte: «Doncs jo no, perquè no me’ls crec». La dignidad clase-media-catalina-casa-familia-gato-profesionales-liberales. O más sencillo: ella milita con los enfants terribles de CiU, ara és l’hora, bla-bla-bla.

«Això és mentalitat de funcionari», dice. Y un minuto después me sugiere que haga pasar por día libre la jornada en que he decidido hacer huelga contra el 3+2. Miro la mesa, los cafés, de nuevo un poco desorientada. Me repliego, callo y miro a ninguna parte. Las ocasiones en que se me ha hecho contestar si he apoyado o no una jornada de huelga. A los profesores les preguntan, vía aplicación informática. Obviamente, puedes mentir. Obviamente, eso sería darles una satisfacción. Nadie aprovechará una mentira mía para no incluir a uno más en las cifras de seguimiento de la huelga. Del personal administrativo, como ficha, la información se obtiene directamente. «Demana’t un dia d’assumptes propis», me dice. No, no me tomo un día de asuntos propios, me doy el gustazo de hacer huelga, pienso, y la miro un poco perpleja y mascando mis ideas. «És que són molts diners». Acabáramos. Es eso. En qué pequeñeces se juegan nuestras vilezas.

Es eso: quiere que sea como ella. Quiere que sea igual que ella. Incapaz, pudiendo, de renunciar a un día de sueldo.

Hace dos semanas, redactando unos apuntes sobre la Ilustración, iba yo a escribir “pensamiento ilustrado” y se me coló una letra en el sintagma: “pen(e)samiento ilustrado”, rezó mi primera transcripción de la fórmula con que me quería referir al ideario político y social del racionalismo positivista. Mientras borraba caracteres y me reía menudo cachondeo habría suscitado entre mis estudiantes la letrita infiltrada—, caí en la cuenta de que el lapsus era elegante como una bella teoría matemática: venía a ser la síntesis cómica y desparpajada de los límites y las contradicciones que se le pueden achacar a la Ilustración.

No me malinterpreten: las limitaciones de las Luces también tienen origen en la ceguera de clase del movimiento; no todo es fruto de haberle escamoteado el proyecto de la razón a la mitad de la humanidad por considerarla parte de la Naturaleza.  O quizá sí, vaya a saber, porque el vulgo también era fuerza natural desatada a la que no le convenía conocer según qué verdades, no fuesen a atragantársele por falta de reflexión y acabaran vomitadas en forma de quiebra social. Sí, la Naturaleza fue aquella categoría a la que se acogieron los racionalistas para abocar en ella a todo sujeto que no se atuviese a las sujeciones pensadas desde otra parte. Hasta lo del derecho y la moral natural —construcciones que intentaban pensar el comportamiento ético desde una base natural común, a falta ya de la religiosa— suponían pese a todo un encubrimiento de los privilegios de clase nada naturales que permitían actuar legal y moralmente.

En fin, a lo que iba: que tanto pueblo como mujer fueron cuerpos extraños a las Luces. Infiltrados, como la letrita, cuyo solo asomarse entre las solideces del discurso apuntaba a las carencias estructurales del edificio. Pero oiga, me dirán ustedes, y las salonières. Qué habría sido de la Enciclopedia sin ellas. Qué hay de Julie de Lespinasse, qué hay de la condesa de Montijo. Qué hay de Rosa Gálvez y de Émilie du Châtelet. Eso digo yo, qué hay. Qué se hicieron las damas, quién se acuerda de ellas, digo yo. Qué mención en la Enciclopedia les reconoce haber abierto un espacio donde podía circular lo que en la calle no se podía decir en voz alta. Quién mencionaría a Émilie du Chatêlet como introductora de la física newtoniana en el continente. ¿Pero eso no lo había hecho su amante? ¿No había sido Voltaire? ¿Quién cardó aquí la lana? ¿No sabía la propia Émilie que el trabajo intelectual era una de las pocas grietas por las que las mujeres podían asomar la cabecita al espacio público? ¡Ah, Émilie, la única que tuvo la decencia de afirmar que sus disquisiciones sobre la felicidad solo funcionan en el benentés de que uno ya tenga el riñón forrado!

Cuerpos extraños, sí, lapsus en el discurso con los que la Ilustración no sabe muy bien qué hacer si no es para instrumentalizarlos: véase qué papel les destina Jovino el meláncolico al final de su Elogio a Carlos III. Hay que ser útiles a la sociedad, chicas; pero rousseaunianamente, nada de pronunciar en público la palabra propia: que el discurso, si lo tenéis, quede labrado en los corazoncitos de vuestras criaturas, esas que —caso de ser varones— sí saldrán a la tribuna. Pero de firmar poco, vaya a ser que los historiadores puedan rastrear los testimonios de vuestro influjo en algún documento escrito. Cuánto daño hizo el Emilio, por los dioses, ese libro donde ella es una tierna florecilla que se desmaya en cuanto él la besa, puesto que ni de su cuerpo sabe nada hasta que él no la introduce en los secretos misterios de su propia fisiología. Ah, esa eliminación del cuerpo de la mujer que opera Rousseau, ese borrar una cosa que le perturba enormemente y que se ve en la necesidad de reescribir para que no lo desborde. Porque ahí está el quid de la cuestión, amigos míos: que un señor a quien su papá acusó de haber matado a su mamá en el parto, y que por tanto tiene una empanada considerable en cuanto a sexo, cuerpo y naturaleza se refiere, acaba definiendo el modelo familiar y pedagógico de la Europa burguesa toda. ¡Y la Europa burguesa toda, ellos y ellas, miembros y miembras, se lo compra!

Porque Europa no andaba más fina que Rousseau en lo que a relaciones con el cuerpo se refiere, no se vayan a creer. Hasta Mary Wollstonecraft, que le cantó las cuarenta al Emilio, tropezaba una y otra vez con el cuerpo. Menos mal que hubo un Swift, que no es que tuviera precisamente vínculos menos neuróticos con las mujeres; pero que por lo menos supo ver de qué pie cojeaba la ingeniería social ilustrada cuando se proponía paliar la pobreza o extender la civilización entre los bárbaros, ya fueran los otros allende los mares o los nuestros. Y los nuestros eran los cuerpos extraños: pueblo y mujeres. Qué maravillosa retranca la de ese episodio de Los viajes de Gulliver en el que un proyectista se queja de la resistencia del pueblo a los cambios. El pueblo ignorante, ya se sabe. En el pen(e)samiento ilustrado se sabe siempre, siempre: el pueblo es ignorante y por eso se opone con furor supersticioso a las innovaciones que mejorarían su vida. Que se lo digan a Esquilache. Lo genial de Swift es que vuelve el tópico contra aquel que lo pronuncia, ese proyectista que pretende mejorar el lenguaje sustituyendo las palabras por objetos. Porque no me digan, la voz ya está manchada por el cuerpo, y para que la objetividad sea plena y pura e incólume, es necesario renunciar a eso otro que habla en la voz. No vaya a ser el discurso demasiado humano. O natural. Et voilà, con toda su buena intención, este inventor pretende que todo bicho viviente adopte su método. ¿Y quién se opone? Quiénes iban a ser: las mujeres y el pueblo, qué cruz.

Que ya se sabe que a ellas les gusta hablar. Pero no emitir discursos útiles y objetivos, no, no: hablar por el gusto de hablar, ese goce que Swift comparte con ellas. Ese goce cuya sola emergencia pone de manifiesto que el cuerpo tiene que ver en el lenguaje, que nunca podrá ser desterrado de él, que cualquier depuración racionalista que se le aplique —y la Royal Society las proponía con entusiasmo— está destinada al fracaso o a la aberración. Pues bien, eso es para las Luces una mujer que habla: un cuerpo cuya presencia levanta siempre la sospecha de que el sueño de la razón produce monstruos. Un zas-en-toda-la-boca para la razón.

Como el pueblo, el otro lapsus. Que se lo digan a Esquilache, sí. O a Antonio José de Cavanillas, que en sus Observaciones sobre la historia natural, geografía, agricultura, población y frutos del reino de Valencia, se lamentaba de que las mujeres de Morella y Vistabella (ella, ella) se resistían a cambiar la rueca por el torno de hilar, y eso que otro prohombre ilustrado las había enviado a Valencia a instruirse en el funcionamiento de los tornos que él mismo, con generosidad de hombre de bien, les había comprado. Pues nada, las pueblerinas erre que erre con la rueca, y tan solo, ya ve usted, porque el torno es enorme y las obliga a trabajar solas en una habitación de su casa, mientras que la rueca se puede sacar a la calle y permite estar hablando con las vecinas mientras se hila. Ay, otra vez el pernicioso gusto de hablar, que conduce a las mujeres a «buscar conversaciones y visitas» cuando muy bien podrían obtener más ovillos y por tanto mayor beneficio económico gracias al torno. Qué cabezonería la del pueblo, que ni su propio bien entiende.

¡Ay, Cavanillas, Cavanillas, cómo se te diluye la búsqueda del bien común en el horizonte de la economía productiva! ¡Cómo cierras los oídos a los intereses de las clases populares por estar escuchando los de la industria de manufacturas textiles! Que hablar, querido Cavanillas, también es hacer texto, digo tejido, verbigracia tejido social, ese en el que se entrelazan solidaridades, las mismas que protegen a estas mujeres cuando se ponen enfermas y su vecina les trae una sopa o les trabaja lo que ellas no pueden. Que el ochavo de más que ganen con el torno no les va a cuidar los niños cuando un imprevisto las saque del pueblo. ¡Ay, Cavanillas, qué modo de encubrir tu sordera de clase con el tópico de la ignorancia y la holgazanería!

¡Ay, esa intolerancia al goce y a las razones de los otros, ese miedo a que existiesen razones en lugar de razón, la razón,  uniforme e igual a sí misma, toda ella identificada en torno al pen(e)samiento ilustrado!

En 20 años no es nada veo este corte de Lugares comunes.

Antes de las cenizas, nos queda siempre, si la queremos, una despiadada lucidez.

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Manuel Viladevall, ínclito vicerrector de profesorado de la UB, se ha creído que es el capitán del Costa Concordia.

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Hay universidades, y universidades.
Qué envidia, por Dios, qué envidia.

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Cuando la semana pasada vi el cartel promocional de la UAB en el andén del metro Universitat, me dije: «Dios bendito, no se sabe si están vendiendo un paquete de turismo rural, el nuevo yogur Biofrutas o la experiencia Evax». Pero al ver hoy el vídeo de la misma promoción, ya es que se me han caído los palos del sombrajo. Atención a cómo la imagen todavía vende algunos iconos relativos a la formación científica, mientras la banda sonora promete en realidad que podrás ser Meg Ryan y casarte con Tom Hanks.

UAB, ciudad de vacaciones.

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Por el decano de la facultad de ciencias de la Universidad de Vigo.

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