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«Agregaré que además necesito una mujer que sea mía exclusivamente, y que pueda encontrar en todo momento en mi casa. Estoy aturdido de soledad. Por la noche no puedo regresar a un cuarto solo sin tener a mi alcance ninguna de las comodidades de la vida. Me hace falta un hogar y lo necesito enseguida, y una mujer que se ocupe de mí permanentemente, incapaz como soy de ocuparme de nada, que se ocupe de mí hasta en lo más insignificante. Una artista como tú tiene su vida y no puede hacer otra cosa. Todo lo que te digo es de una mezquindad atroz, pero es así. No es preciso siquiera que esa mujer sea hermosa, tampoco quiero que tenga una excesiva inteligencia, y menos aún que piense demasiado. Con que se apegue a mí es suficiente.»

Carta de Antonin Artaud a Génica Athanasiou, en Cartas a Génica.

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«¿Querría usted ser tan amable y llevar mi ropa sucia (en el cajón inferior del armario) a la lavandería esta mañana? Dejo la llave puesta en la puerta. La amo tiernamente, mi amor. Ayer tenía usted una carita tan mona al decir: “Ah, usted me ha mirado, me ha mirado” y, cuando lo pienso, se me rompe el corazón de ternura. Adios, cariñito.»

Carta de Jean-Paul Sartre a Simone de Beauvoir, en Simone de Beauvoir, Cartas del castor.

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Hoy más que nunca, ¡coño y plusvalía!

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¡Calvinismo o muerte!

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Qué maravillosa es internet. Estaba yo buscando un texto que ejemplificara la idea de Benveniste sobre la vaciedad referencial de los pronombres «tú» y «yo», uno de esos chistes tontos en que alguien dice «yo» y el interlocutor contesta «¿yo?» y el primero dice «no, tú no: yo», a lo que el segundo contesta «pues eso, yo». Pero hete aquí que los caprichos booleanos del gran buscador me llevan en tan solo dos pasos a esto. Dioses, no me digan que no es más grande que la vida: la expresión de una mujerez adquirible en WalMart, pero expuesta en términos tan desparpajadamente kitsch que es imposible saber quién la enuncia ni con qué sentido. ¿Se trata de una adolescente cultivada al calor de los invernaderos neoliberales de México? ¿Es la propuesta de una productora doméstica bendecida por el azar de queel canal del gringo les abriera un rinconcito? ¿Es una campaña de marketingviral? ¿Hay aquí una reivindicación del derecho de indios y gordos a pensarse bajo las mismas convenciones de género que flagelan al clasismo blanco? ¿Hay una parodia de esa cursilería fustigadora? ¿O hay una simple y pletórica celebración de la mujerez alienada?

Todo son preguntas, y la respuesta se desliza in aeternum de significante en significante.

Verán ustedes: cuando yo era pequeñita y no sabía de qué iba eso de  la especie en extinción, alimentaba la fantasía del espionaje autodidacta. A saber: cada vez que en las noticias se hablaba de algún desaguisado con bomba (y se hablaba mucho: eran los años 80), yo me imaginaba vestida de Catwoman, escalando alguna tapia y llegando a la presencia de quienes quiera que fuese para montar una escena de revancha tarantiniana. Sé que proponer a Gatúbela como versión infantil de los GAL es ingenuamentekitsch, pero qué quieren: yo tenía 10 añicos, nunca había oído hablar de este señor y, en definitiva, no es fácil ser hija del extrarradio barcelonés, La bola de cristal y María de la O.

El tiempo ha pasado. Mucho. Suficiente como para comprobar aquello de la Matute: que los adultos venimos a ser un triste sucedáneo del niño que fuimos. Y sin embargo.

Sin embargo, conseguí hacerme con un oficio bajo el que poder disimular (y he disimulado mucho y con vileza, como Pedro) todas mis tendencias subversivas: la de payasa, la de irónica caléndula, la de niña contraterrorista. O séase: soy profesora de literatura. Española, para más inri. Como las esporas que aguardan en el desierto de Atacama a que lleguen las lluvias para poder florecer, yo esperaba  mantener  bajo mínimos  las constantes  vitales de mi acobardada iconoclastia mientras venían tiempos mejores.  Entretanto, el gotero de los libros (por ejemplo) me iría alimentando por vía intravenosa. Pues les digo: ayer llovió. Ayer llovió, y un brote verde aventuró algunas hojitas en mi páramo cerebral. Ayer mis alumnos llegaron hasta la mesa del  despacho para preguntarme dónde estaban los intelectuales en tiempos de penuria. No los últimos restos del naufragio postmoderno, no: los intelectuales. Un Zola, un Unamuno, un Ortega. Y decían, bueno, por lo menos quedáis vosotros, y me señalaban tendiendo el brazo, a mí, a la tierna modistilla de periferia que juega a malabares con cuatro conceptuelos literarios. Ay, el efecto tarima.

Pero lo maravilloso de las conversaciones es que pueden entrar en estado de gracia, y entonces, como en buena obra de arte, improvisada y milagrosa, sobreviene la epifanía. Sí, señoras y señores, yo, ayer, hablando con mis alumnos, entre alusiones a la horchata que corre por las venas de los postadolescentes españoles y los comentarios sobre la que se nos viene encima, tuve una revelación: nosotros no necesitamos un intelectual; lo que nosotros necesitamos es un grupo terrorista. Que sí, que sí: me han oído bien. Un grupo terrorista. Un grupo de escogidos a imagen y semejanza del Solitario, que con método, disciplina y sobre todo intuición estética, sean capaces de anotar los nombres adecuados, seguirlos hasta sus islas privadas, secuestrarlos y reconvertirlos profesionalmente para que trabajen en esa región de China tan rica en anecdotario manchesteriano (y propongo esta variante del tiro en la cabeza porque además de ser hija de Maria de la O, de niña rezaba el Jesusito de mi vida, y sigo lamentablemente presa del no matarás).

Ha llegado la hora de hacer realidad los sueños infantiles. Se busca urgentemente coacher, digo jardinero, que me cierre la boca y me convierta en emprendedora.

Para constatar que el destino de esta sociedad es la descomposición y la alcantarilla, no hace falta leer la obra sociológica al uso ni atender al medio informativo de turno. Basta con percatarse de la denodada preocupación que de un tiempo a esta parte muestra el mundo publicitario por que todos caguemos bien. Supositorios emancipadores, enemas de bolsillo, yogures con compromiso, cereales socializadores, exóticos extractos vegetales…: Vespasiano, el Galdós de Torquemada y Sigmund Freud tendrían mucho que decir ante semejante obsesión anal. Solo quiero recordar al respecto aquel artefacto de Nicanor Parra en que aparece el burgués sentado en la taza y atravesado todo su tracto digestivo, de la boca al orto, por su propia frase autosatisfecha: «Yo no tengo ningún problema: yo como y cago perfectamente«.

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Pobre bloguito mío, entre peñascos roto. Sin velas, desvelado, y entre las olas solo.

S.: –… sin pecado concebida.
G.: –Buenos días, Padre.
S.: –Buenos días, hija.
G.: –Padre…, he pecado.
S.: –Aham… Dime, hija, dime.
G.: –…
S.: –…
G.: –He practicado el voto útil, Padre.
S.: –Pero hija mía…
G.: –Sí, Padre.
S.: —Con la que está cayendo…
G.: –Lo sé, Padre…
S.: — ¿No pensaste en nuestro Señor, que tanto ha sufrido por nosotros?
G.: –Es verdad, Padre, es verdad…
S.: –…
G.: –… pero es que, Padre, yo…; yo por no ver a los infieles contentos, cualquier cosa.
S.: –¡Pero hija mía! ¡Si esos aun han ganado escaños!
G.: –Ya, Padre, ya. Pero es que también estaba el matrimonio gay, y la ley de dependencia, y la memoria histórica, y las promesas de subir los salarios mínimos, y las de mejorar las pensiones no contributivas… Y admítamelo, Padre: mentar a los muertos en vano es como para encenderla a una, no me diga que no. Y más cuando el interpelado pone ojitos tiernos en el debate… Me cegué, Padre, me cegué.
S.: –Ah, hija mía… El maligno nos engaña de muchos modos…
G.: –Sí, Padre.
S.: –¿Te arrepientes, hija?
G.: –No sé, Padre, no sé…
S.: –Hija mía: Dios siempre perdona; pero tiene que haber por tu parte un acto de sincera contrición…
G.: –Sí, Padre.
S.: –Anda hija, anda, reflexiona sobre lo que has hecho, canta 3 Internacionales y no vuelvas a leer ningún foro en la prensa.
G.: –Sí, Padre.
S.: —Ego te absolvo in Nomine Patris, et Filii, et Spiritus Sancti.
G.: –Amén.
S.: –Ve en paz, hija mía.
G.: —Uf…

Pero qué abandonada me tengo, por Dios. Si ya lo decía Freud: sexo y cultura… (hasta la sepultura, ¡ja, ja!).

No, de veras, pongámonos serios. Con la de cosas que se me ocurren y que dejo por ahí tiradas, sin concederles más que un breve rumiar desidioso. Y con la de dibujitos de Gurb que no he comentado todavía.

No sé si como Apeles (y menos ahora que tengo que dedicarme a esta elucubración teórica sobre Adán y Eva, la novela española y la mare que els va parir a tots; quién me mandaba a mí encargarme de este rollo en plena crisis vocacional, si yo lo que quiero ser es jardinera), pero igual que he vuelto a regar las plantas de la ventana, habrá que tomar alguna medida drástica para que vuelva a fructificar con abundancia este parterre.

A partir de hoy, abstinencia.

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… y sin vender una escoba. Si me descuido, hasta se me olvida cómo entrar en el administrador de este bicho.

Lo peor es que después de tanto tiempo, tocaría un post largo y socarrón, como siempre que he perdido ligeramente el oremus; pero a decir verdad, mi cabeza está tan empantanada que no sé si podré sacar algo en claro del cenagal (Marina: para encontrar algo no queda más remedio que meter los pies en el barro, siempre con el riesgo de que lo único que obtengas sea fango). Entre mi enorme capacidad para la procrastinación (otra marinada), mi pereza irreductible y mi miedo a no poder enhebrar los fragmentos con una puntada que sea tan ágil como suficientemente caótica y secretamente ordenada, me he pasado dos horas (si no días) deambulando por casa (si no por esta Barcelona de nuestras servidumbres) para ramonear inútilmente mis penas antes de atreverme con la vuelta al blog. En fin, más me hubiese valido irme a la playa o comenzar a releer Castilla, sacarme de las arenas movedizas tirando de mi propia coleta (el barón de Münchhausen dixit) y escapar a la desidia –viscosa y tentacular cual monstruo del pantano– a la que me he abandonado tras acabar los exámenes. Porque sea a causa de una arraigada y tortuosa culpabilidad del becario (todo profesor no es más que un pequeño y atemorizado becario que sigue alimentando en algún rincón de sí mismo el pánico que le acometiera cuando entró por primera vez en el despacho de su director de tesis: sí, incluso Dios), sea porque la ociosidad conduce indefectiblemente a la melancolía (esto me pasa por tomarme a pecho a Robert Burton), mi veraniego estar sin hacer nada desemboca casi siempre en tormentas mentales donde cualquier pequeñez alcanza la condición de rayo que me parta en dos: apunté con mi piedra, mas yo misma fue todo lo que cayó. Es por eso que mi loquera, después de alinearme los chakras –acepto ser el objeto de su ciencia mágica con dosis iguales de curiosidad, escepticismo y asombro–, me pone como deberes planear por completo la temporada 2007-2008.

Lo cual me recuerda que cuando era niña y los proyectos surgían comodamente del colegio, todo era más fácil. También yo estaba más entera y parecía poseer un centro firmemente prendido a sus solos placeres: tebeos, tebeos y libros de texto; no hubo otra edad en la que tan perfectamente y con indiferencia absoluta de todo lo demás, un tebeo y yo formásemos un universo suficiente (así fue como conocí la jouissance del texto, mal que les pese a Harold Bloom y a George Steiner). Ocurre, además, que soy como el asno de Buridán, y que en cuanto decido preparar las sesiones para el curso de Doctores, recuerdo que también podría seguir la abandonada lectura de Alejandra Pizarnik –por no hablar de mi pobre e intrincado Celan, de Cernuda, de la Dickinson, de Hierro, de Juan Ramón–, o emprender la de Ana Karenina, o modificar el programa de Literatura III y darle unos toquecitos por aquí y por allá, o meterme en el Archivo Histórico y someterme a su tortuoso sentido de la biblioteconomía con el objeto de reunir los materiales necesarios para el congreso de noviembre (dudo que el fin justifique los sacrificados medios), o regar mis irregularmente cuidadas plantas, o comprar un plano de París y comenzar a trazar itinerarios con tanta minuciosidad y expectativa como cuando preparé mi viaje a Lisboa, o darme de baja en la piscina (primer premio a la estupidez: hace un año y medio que pago y no voy), o llevar a arreglar los pantalones, o escribir un post, o volver a montar, lijar y guardar esas cajitas con las que a veces (y todavía) me entretengo, o incluso –ábrase la tierra, estremézcanse mis medulillas– librarme definitivamente de la tesis (grandes carcajadas entre el auditorio). De modo que al final no hago ninguna de esas cosas, y la voluntad me acaba por abocar al primer capricho dulcemente improductivo que se pone a su alcance (el viernes por la mañana en casa de M. me leí todos los chistes de Humor de combate).

Pero me voy por las ramas (y no, dos semanas de navegación inmoderada no pueden quedar impunes: comienzo a ser presa de una adicción internáutica que amenaza con acabar para siempre con las pobres ruinas de mi atención). Hablaba de puntada ágil, de ritmo, de vértigo, de un totum revolutum sabio como enumeración caótica en prosa barroca (a mí que me fascinaban las de Borges, y resulta que las de Robert Burton no tienen nada que envidiarle), de un texto con masa gravitatoria, capaz de atrapar en su órbita –precaria y extraviada y descompuesta– el cúmulo de sucesos que han llenado este último mes y poco. Siempre me ha producido perplejidad el modo promiscuo y abigarrado en que los hechos, las lecturas y los sueños tienen lugar, y la dificultad de este juego probablemente inútil (pero tan aliviador, ya lo decía Onetti) radica precisamente en eso, en perpetrar el inventario sin el pudor al que ni los mismos hechos se atienen. La dificultad, también, es que como una se escantille, puede acabar adoptando el alegre desparpajo con que los telediarios pasan de la noticia sobre el atentado a la sonriente presentación de los deportes, cuando no a Ariel lava más blanco y a su momento All-Bran de felicidad intestinal. Y no obstante, de qué otra manera salvar los restos cuando ya lo son, cuando no poseen aquella integridad que les daba el presente y que los hacía merecedores de una mirada que no se les concedió (la pereza, en ese caso, fue pecado capital). No hay más remedio entonces que encomendarse al tono y embridar con él la perorata. Cómo imantar si no al mismo párrafo las clases de samba (es como si desapareciera, o como me secreteó un día V., la danza es cosa de dioses), los obligados vaivenes de Gurb en su puesto de trabajo (histeria, pisotón y compañía: pero ahora se va a enterar el planeta, que eso sí es autoridad, y no lo que yo ejerzo durante las revisiones de exámenes), el dickinsoniano modo de acertar como un dardo y al mismo tiempo con tanto silencio en el el minuto 13, y sin solución de continuidad –chirriando al rozarse con los brotes nuevos de mi Zygocactus: cómo, cómo pueden ocurrir esas dos mismas cosas en el mismo mundo– la muerte del padre de N. (como si la vida hubiese decidido acabar pronto y mal con la sucesión de pérdidas a la que todos estamos sometidos), o esas terribles fotos de los esclavos liberados en China (de qué modo encantadoramente cíclico ve el neoliberalismo repetirse la Historia: el exabrupto amargo de Léon Bloy según el cual los negocios son el único esplendor al que debemos sacrificar la vida –y, sobre todo, la vida de los otros vuelve desde el Manchester decimonónico para iluminar el Shanxi del siglo XXI, paradigma completo del progreso cual mandala en que se compendia todo el universo capitalista; el dinero decide limpiamente (non olet) qué países van a reequilibrar los costes de producción de Occidente, y las sucias consecuencias estigmatizan el cuerpo del otro, y además les organiza el chiringuito el hijo de un comunista, oh milagro de conversión religiosa, es cierto entonces que acabó la Historia, alabado sea el Señor). Pero hay más: el chinche vociferoz con su monotema, su anatema y su dilema (uys, perdón, se nos olvidó que nosotros tenemos un Yakolev en la trastienda), los irritantes cambios de temperatura de este julio en que no acaba de estallar el calor insoportable que nos han anunciado (a estas alturas del concierto ya debería saber que a los meteorólogos, ni caso), la sorda iracundia que me provoca esa oda a la irregularidad y el despiporre que todos los días decide elevar TMB por encima del subsuelo (he aquí el vínculo entre la nostalgia del cielo, el transporte público y la psicopatía en las sociedades contemporáneas), el contumaz –e irreductible a indiferencia– deseo de mi madre de compartir conmigo sus múltiples intereses decorativos y cosméticos, la cortina de la habitación de M. columpiada a los compases de la luz y el aire, la diferencia de graduación entre mi termostato natural y el de mis padres (aquí estoy, sometida al leve frío del aire acondicionado), don Fito Corleone –a veces las conversaciones llegan a un estado de gracia, y entonces baja el Verbo sobre las cabezas de los conversadores y en el Verbo se halla la risa–, el mimo solícito, tierno y gatuso de Gurb, la contumaz insistencia del PSOE por perseverar en el Mal, las quimios de A., que atrinchera su reserva tras la Playstation para desplegar disimuladamente sus antenas desde la galaxia Rogue y atender a todo lo que no parece atender en un lejano hospital de la Tierra, y la espalda de M., arena que ondea bajo cada respiración, territorio tan cálido hallado en la travesía del sueño, o cómo decir lo que los dedos saben.

En fin.

Quizá, de todas maneras, rescatar aquí los retazos sea tan pecado capital como no hacerlo (vanidad de vanidades: todo es vanidad y persecución del viento); pero como la máquina infernal no descansa, y si no trabaja para componer, lo hace para destruir, mejor echar mano de Burton y darle material a su jugueteo voraz con el mundo, no sea que de otro modo acabe abocada a una de mis murrias. Escribo sobre la melancolía para estar ocupado en la manera de evitar la melancolía: Onetti también conocía esa clase de juego, y como decía el psicoanalista, el niño juega en espera de la madre, el hombre juega en espera de Dios; así que no me sustraigo a mi naturaleza, y en tanto llega el sentido (de cuya falta alertaba el aparatito científico mágico de L.), me dedico a entretener los días con un poco de verborrea.

Con eso, o con otro tanto de Bebel, que me cierra los ojos y me acalla las voces.