Sentada en el andén, 8.25 h. Veo pasar a los habituales. Me lamento como habitualmente (que si el empleo, que si los rebaños empleados —ah Deleuze, te iba a dar yo a ti con la necesidad de devenir rebaño—, que si la máquina). A mi izquierda llega una niña de la mano de su madre. En la otra mano lleva una gran varita mágica de color malva. ¿Tendrá cinco años? Pasa frente al hombre sentado un poco más allá de mí, y le echa un golpe de varita. Se ríen el hechizado y la hechicera. Llega a mi altura, pasa ante mí y me echa un golpe de varita. Se ríe muy callandito. La sigo con la mirada mientras su madre se la va llevando.

En qué me habrá convertido.

No es todavía de noche cuando K. y yo salimos a la azotea, cargadas con nuestros pertrechos. Las torres de la Sagra, con esta luz, son un plomo ominoso que impide a la mirada extenderse más allá (cuando llegué a este barrio, soñé que un king kong devorador me perseguía por la calle Sicilia; acababa de leer El día del Watusi, donde Casavella califica la Sagrada Familia de “mona de pascua delirante”, definición que hice mía por aquel entonces, y cuando en su momento le conté el sueño, K. hizo la pertinente asociación). Nos sentamos contra el paramento, mirando hacia Collserola. Extendemos la bolsa a modo de mantel y sobre ella ponemos el jamón, el queso, el pan. Llenamos las copas de vino. Una banda lechosa se extiende entre el perfil de la montaña y el cielo oscurecido. Suerte de los anocheceres en este barrio, sutiles hasta afinar el cielo y desagraviar al alma por la pesantez del mazacote gaudinesco. El pobre Gaudí, pretender elevarnos con esos mamotretos de piedra cuando bastaban una azotea y una botella de Tempranillo.

El ruido del tráfico se ha aquietado, o quizá es que ya no puede llegar tan arriba: por fin hemos conseguido escapar de ese estruendo en el que tenemos que lidiar cada día como sordos, y en ese silencio van oyéndose las palabras de la propia vida. Promiscuidad de los hechos y los tiempos: el padre que espera a ser operado, aquella época de las hombreras enormes en que yo estudiaba con diligencia y ella se desbravaba y huía, la ridiculez del empresariete que aspira a ponerle a un contrato comercial la guinda de un polvo, esta época de cámaras y control total de las vidas que nosotros mismos entregamos a las redes sociales. Entre esa promiscuidad de los hechos y los tiempos y los cuidados y las ansiedades, una frase de K. recoge la esencia de nuestro agotamiento económico como quien no quiere la cosa : “Un día, las lavadoras te contarán chistes”.

Oh, bueno, sí: aquí no tiene ninguna gracia; pero ya se sabe que todo es cuestión de contexto. Será el tono de K., o que el vino me ha abierto las compuertas de la risa; pero esta frase me produce una carcajada refrescante y aliviadora: ah, toda la ridiculez de nuestro siglo, que ya no sabe qué valor añadir al valor añadido, la raquítica razón de ser de nuestra cadena productiva. Lavadoras con chiquicientos programas de los que solo usarás dos, lavadoras con una luz interior para que no se te vaya a olvidar un calcetín al sacar la colada, lavadoras que domestican la quinta de Beethoven para avisarte de que se acabó el lavado. ¿Qué podría distinguir una lavadora que lava de otra lavadora que lava? Un día las lavadoras nos contarán chistes: desde una azotea, todo este cúmulo de empeños solo puede verse como una estupidez hilarante, y aunque a K. le parezca exagerada mi risa, yo elevo hacia el cielo el borboteo de mi carcajada, que es lo único que a estas alturas podemos ofrecer los humanos a los dioses. Que dicho sea de paso, deben de estar descojonándose. Brindemos.

La noche ha llegado ya y se queda. Un poquito de jamón, un trozo más de queso, Júpiter y Venus brillan rotundamente a un lado del cielo, las grúas se elevan gráciles al otro. Las grúas entre las torres de la Sagra: única verdad estética de nuestro siglo en medio de ese quiero-y-no-puedo decimonónico, única ascensión verdadera entre tanto mostrenco de piedra. Cómo se sostendrán las grúas, eso sí que es un milagro, ahí están en medio de la noche, con su lucecita roja palpitando para que no se estrelle algún helicóptero contra ellas. Si algún día veo acabada la Sagra, lo que voy a echar de menos son las grúas. Los hechos siguen siendo promiscuos y van y vienen entre el pan y las risas: el compresor de aire acondicionado con que los vecinos nuevos han copado más de la mitad de su balcón (el bienestar era esto), las entrevistas de trabajo (muy barato el kilo de comercial), la necesidad de entregar al olvido los enseres de los muertos.

Así que vuelvo a llenar las copas, más vino, que el sol oculto en el Tempranillo nos traiga la verdad de la existencia en otra frase de K.: “Porque yo antes creía en Teresa de Calcuta; ahora solo creo en Calcuta”. No, de veras, toda la filosofía de la Academia me parece una pamema al lado de una frase como esta. El desengaño entero de una experiencia vital se resume en ella. Una generación al completo tiene voz en ella. Cualquier dimensión existencial ―hagan la prueba― puede encontrar su sentido en ella: amorosa, laboral, política, utópica. Y además está dicha así, al descuido. Entre un sorbo de vino y un mordisco al queso, zas: la revelación poética de la propia vida. Nunca tan melancólico desencanto se expresó con tan austera ironía en una frase con tan pocas pretensiones. Karl Valentin lo dijo con más lirismo ―“hubo un momento en que el futuro era mejor”―; pero con menos desparpajo y menos descreimiento de su propia melancolía, y yo soy muy de Parra.

Jamón y poesía, que más se puede esperar de una noche en una azotea; a lo mejor es que de la vida tampoco se puede esperar mucho más. Bueno, sí, no tener un empleo: eso debería estar incluido en cualquier programa político que pretenda como mínimo no obstaculizar el florecimiento de la vida (y promover las revelaciones existenciales entre vino y queso en las azoteas); pero reconozcamos que este es el siglo de las lavadoras con valor añadido y resignemos la utopía al lugar donde se olvidan los enseres de los muertos. Estiro las piernas, K. se levanta y se asoma al paramento de enfrente, se propone cabrear un ratito a los vecinos meneando la antena de la televisión; pero la idea cruza rauda por su cabeza, se va como ha venido, y todo queda en conato.

Repechadas sobre el muro, miramos un momento el ático del vecino de abajo; la noche está templada, algunas lucecitas cabrillean en la montaña, el monstruo dormita a nuestra derecha, vamos a reírnos de mi historial teresiano con piedad y con rabia, o mejor de la conexión a internet que estoy dispuesta a pagar, cómo no reírse desde una azotea, esta es la perspectiva de la risa desde los tiempos de la comedia griega, así que aprovechamos para no tomar nada en serio salvo el jamón. Porque luego tendremos que recoger y entrar en la finca y cerrar la puerta tras nosotras, tendremos que ingresar en ese manicomio ―welcome to the machine― que se abre escaleras abajo; pero no es todavía el momento cuando nos reímos de que tenga que pedir horas libres en el trabajo para poner exámenes en mi otro trabajo, no todavía cuando vamos de las pocas estrellas encendidas a los fulgores del vino. Ah, no: aún estamos ahí, constelando carcajadas con los escombros del desencanto, y el Tempranillo sigue abriendo su vía galáctica en la noche oscura de las venas.

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«Volver a a ser una escombrera.»

¿Y esa repetición? ¿O es la creación de un agujero? ¿Cabría algo en él que me hiciese decir otra cosa? ¿O es el agujero por donde pasa la luz?

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Volver a a ser una escombrera. Y de nuevo, la tentación desesperada de reconstruir. Como una humillación de la inteligencia. O peor, como una mofa de lo que sabes con todo tu cuerpo. Lo mismo que al final de El astillero, cuando lo más doloroso para Larsen, tras haber aprendido la nada, es percibir el renacimiento de las cosas (you can never hold back spring, pero es justamente eso lo que te mata).

Total, para qué, si es una ley de ponerse en obras el que salgan caras; puesto que siempre, siempre, a pesar de la llanura despejada y yerma, lo que espera en el horizonte —todavía no se ve, pero yo sé que sí— es otra demolición. La verdad, más práctico permanecer viviendo entre ruinas, un poco de excursión enmedio del derribo, sin nada demasiado grande en lo que creer, sin nada que se te vaya a caer encima.

Como cuando uno pasea por los descampados de extrarradio, donde todo está en calma porque ningún corazón habita.

parato

Gracias.

Explica André Scobeltzine que en la organización del trabajo para construir una iglesia románica no hay una distinción tajante entre la figura del arquitecto y la del albañil. Que el primero trabaja a pie de obra, entre los segundos. Que muchas de las soluciones arquitectónicas que aparecen en los muros de las iglesias (verbigracia, el voladizo de transición del arco cuadrado a la columna cilíndrica en San Martín de Chapaize) no responden a un diseño previamente pensado por el arquitecto; sino que han surgido al hilo de la construcción por iniciativa de los albañiles, que en esa época tienen una responsabilidad y un poder de decisión respecto al significado de la obra mucho mayor que en épocas posteriores. Al albañil se le reconoce un saber cuyas huellas se dejan ver legítimamente en el resultado definitivo. Lo que hoy llamaríamos arte no huye de la técnica, no pretende aparecer separado del trabajo, sino que surge entreverado con él, y así los muros no aparecen perfectamente revocados porque no es necesario borrar las marcas que las herramientas del cantero han dejado en la piedra. Solo después, ya entrado el Gótico, comienza un proceso jerarquizador paralelo al surgimiento de la burguesía y culminante en el Renacimiento por el que los albañiles, en función de un supuesto no-saber, acabarán siendo destinados a reproducir mecánicamente los métodos de trabajo ideados por los miembros de una clase privilegiada. El arquitecto pasa a ser el genio individual, cuya creatividad crece y se impone a expensas de la del albañil. Para poder distinguirse de este, además, sus saberes ya no pueden estar relacionados con la manipulación de la materia, con el trabajo, sino con una dimensión intelectual que muy sintomáticamente recibirá el respaldo de la institución universitaria: el epitafio de Pierre de Montereau, arquitecto de la Sainte Chapelle, lo inviste “doctor de las piedras”. Pues bien, hete aquí cómo la figura del genio surge de una expropiación de saberes colectivos y cómo la tan cacareada Idea no es más que la coartada intelectualista de ese robo (o también: el signo de clase que los arquitectos, escultores y pintores conquistaron para sí, pugnando por lograr compartirlo con los que escribían). Y hete aquí que, como lo reprimido siempre vuelve de otro modo, al cabo de los siglos cualquiera de nuestros genios puede inventar la sopa de ajo al retirar las defensas que había levantado la Idea y permitir la aparición de la materia  o del trabajo de los otros en sus creaciones. Con su firma, eso sí, no vaya a ser que el milagro del genio deje de acumular el capital simbólico que se le debe.

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Así pues, no solo se nos paga para que trabajemos, sino también para que no trabajemos. Se nos paga para que, llegado un punto, resignemos el saber y la iniciativa propios. O para que olvidemos que los saberes que hemos puesto en el trabajo no dejarán nuestra huella, sino la de la marca registrada.

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Quizá no se trate tanto de la expropiación de unos saberes como de su borradura, necesaria para que otro pueda arrogarse la exclusividad del saber. En términos de Jacotot, es el profesor el que necesita suponer la inferioridad de la inteligencia en el alumno para poder justificar la existencia de la institución pedagógica. En términos de diferenciación entre arquitecto y artesano, es el primero el que necesita suponer la ausencia de saberes en el segundo para justificar su superioridad. Después eso se traduce en privilegios para minorías; porque con mucha sagacidad, el saber que arquitectos y compañía escogen para suponerlo ausente en los artesanos al fin y al cabo trabajadores manuales es el de la Idea, que ya está en posesión de una clase previamente privilegiada: los que piensan y escriben. De ahí la lucha de Brunelleschi o la pejiguera davinciana de que la pintura es cosa mentale: se trata de hacerse sitio bajo el paraguas de un signo de clase. .

«Això és mentalitat de funcionari», dice así, con suficiencia. Se refiere a la reacción de mis compañeras de trabajo. El  jefe les ha dicho que uno de los grados de la Facultad va a desalojar el edificio para trasladarse a otro. Enseguida han pedido oficina nueva. A mí no me ha dado tiempo ni a reaccionar. Pero ellas han sido rápidas como sedientos ante un vaso de agua. Trabajamos en un habitáculo sin luz ni aire exterior. «Això és mentalitat de funcionari», y le da otro sorbo al cortado. Le he oído esa expresión otras veces. Cuando alguien ha cogido días propios y no ha avisado: «Això és mentalitat de funcionari». El alma pura. La cultura del esfuerzo. Que no, que a la Colau no se la cree porque su formación no admite estar «subvencionada per ICV». Ella, que no pronuncia una palabra con mayor entusiasmo que otra. Tampoco esta vez, pero no puede evitar contestar como un resorte. «Espero que guanyin», digo un poco perdida, porque la victoria de unos u otros ya a estas alturas quizá no es garantía de nada. Y entonces el resorte: «Doncs jo no, perquè no me’ls crec». La dignidad clase-media-catalina-casa-familia-gato-profesionales-liberales. O más sencillo: ella milita con los enfants terribles de CiU, ara és l’hora, bla-bla-bla.

«Això és mentalitat de funcionari», dice. Y un minuto después me sugiere que haga pasar por día libre la jornada en que he decidido hacer huelga contra el 3+2. Miro la mesa, los cafés, de nuevo un poco desorientada. Me repliego, callo y miro a ninguna parte. Las ocasiones en que se me ha hecho contestar si he apoyado o no una jornada de huelga. A los profesores les preguntan, vía aplicación informática. Obviamente, puedes mentir. Obviamente, eso sería darles una satisfacción. Nadie aprovechará una mentira mía para no incluir a uno más en las cifras de seguimiento de la huelga. Del personal administrativo, como ficha, la información se obtiene directamente. «Demana’t un dia d’assumptes propis», me dice. No, no me tomo un día de asuntos propios, me doy el gustazo de hacer huelga, pienso, y la miro un poco perpleja y mascando mis ideas. «És que són molts diners». Acabáramos. Es eso. En qué pequeñeces se juegan nuestras vilezas.

Es eso: quiere que sea como ella. Quiere que sea igual que ella. Incapaz, pudiendo, de renunciar a un día de sueldo.

porterounitiva

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Pero cómo puede tener tanto universo dentro este señor, por los dioses.

A mí, que he tenido el mismo interés en la música electrónica que el que me ha provocado el estudio de los polímeros orgánicos no vinílicos, la entrada experimental del concierto del jueves me tuvo en trance media hora. Después ya fue todo un paseo por la cara oculta de la luna. Eso que los románticos llamaban la otra realidad existe: yo estuve allí la noche del 12, lo juro, señor agente, reintegrada al anima mundi. Cierto que no había cenado y usted lo achacará todo a ese vacío estomacal, y a que es abusar de su corazón citarle a una filóloga a Juan de Yepes y a Teresa de Ávila; pero le digo a usted que ese concierto abrió la puerta en el muro y la de mis propios quebrantos.

¡Ah, Battiato, ese portero de la vía unitiva!