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Por aquello de escuchar otra cosa.

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A partir de ahora, ya sabemos a qué podemos atenernos en caso de que los asalariados dispusiésemos algún día de igualdad de fuerzas para protestar contra el gobierno. Mal lo vamos a pasar si llegamos alguna vez a tener verdadera capacidad de defensa.

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También Eichmann pensaba que el suyo había sido un trabajo bien hecho.

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Ante un hombre al borde del suicidio, el personal de seguridad y el comentarista medio reaccionan con mentalidad burocrática: «Está prohibido saltar a las vías, ha puesto en peligro la seguridad y la eficiencia del servicio; luego es lógico que hayan pretendido sancionarlo». La normativa ha corroído tanto nuestro espíritu, que no sabemos distinguir una excepción. Al que evitó una tragedia y se queja de la falta de compasión, se le atribuye una tendencia cuasi enfermiza a preocuparse por los marginales. Qué deplorable mi época. Qué humanidad la nuestra. Qué cerca andamos de Eichmann.

Nuestra carrera hacia la necedad acelera meteóricamente. Se diría que eso del desarrollo mental del Homo Sapiens no es más que un espejismo de nuestro cerebro reptil, que juega a ser consciente pero sigue chapoteando en el barro del pantano. Solo así me explico que la especie clase media del género humano pueda sentir tanta estima por su basura. Por no hablar de la inteligencia de quien fabrica y sirve semejante melodrama periodístico: ay del vecino confiado, trabajador cumplido, que al final de su jornada deja sus indefensas escarpicias al desamparo de la noche, para que vengan unos desalmados bellacos a robar lo que él ha desechado con el sudor de su frente. Me saco el sombrero: extender la ley de propiedad privada a la basura es el sumum del derecho liberal. No digamos ya que esa propiedad particular se convierta en pública tan solo dejar la bolsa en el contenedor: cuánto ha avanzado el Estado de bienestar. Estoy maravillada y llena de estupor.

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Al borde de la industrialización, nuestros ancestros vallaron las tierras comunales y las declararon propiedad privada. Se anuló legalmente la posibilidad de que no padecieran hambre las clases más pobres, que tenían derecho a usufructuar esas tierras. Era necesario crear los contingentes del trabajo, y el hambre era lo único que podía obligar a los ociosos a doblar el lomo. Pero apuesto a que nadie pensó que no solo los bienes, sino que también los desperdicios podían ser objeto de propiedad privada. Han tenido que transcurrir siglos de progreso para que el derecho liberal alcance su culmen y se cierre el brazo de la ley en torno al cuello de los holgazanes. Hoy, cuando los vagos y maleantes no disponen de otras tierras comunales que aquellas en que se espiga la mierda, hay que privatizar los vertederos. Qué grande es el espíritu humano: constantemente vuelve sobre sus pasos y perfecciona la ruindad de la Historia.

Lo mío debe de ser un trastorno masoquista de la personalidad; porque verdaderamente, desconozco el motivo que me hace seguir acudiendo a la página de un diario como este, para encontrarme con  hermosas recurrencias de perversión lingüística, tales como denominar «camping» a lo que sucede cada noche en la plaza de la Vila de Madrid. Por no hablar del soberano cabreo que siento cuando me encuentro con que el señor alcalde nos anima con la mano izquierda a disfrutar solidariamente de las Navidades, mientras con la derecha envía a «cuatro agentes cívicos» a barrer la susodicha plaza. Agentes cívicos, qué hermosa denominación del perro de su amo; hay que estar bien parado o bien atemorizado por las hordas invasoras para tener que aceptar semejante puesto de trabajo: definitivamente, las crisis económicas son herramientas muy útiles para la reforma de las mentalidades. Pero lo más pavoroso son los comentarios del personal, oiga, que clasifica la pobreza en indigencia nacional e indigencia extranjera, y que habla de «excedentes humanos» cual si el aliento deTownsend o de Eichmann redivivos hubiese poseído al forero medio.

Santo Dios, si Léon Bloy levantara la cabeza.

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Si esto hicimos con los de dentro, qué no haremos con los de fuera. Buenos hijos del franquismo, es lo que somos.
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A pesar de los esfuerzos de la brigada antiincivismo, los mendigos siguen durmiendo en las plazas de Barcelona: ya es manía, hombre, qué pertinacia, qué tozudez. Cuánto mejor no sería que durmiesen bajo la alcantarilla o entre las miasmas de un contenedor: mucho más calentito, dónde va a parar. ¿Y si los fumigamos? No me digan: se terminaba el problema ipso facto. Muerto el perro, se acabó la rabia. Sobre todo la del Ayuntamiento.

En verdad en verdad os digo, que esta sociedad nuestra es igualita en todo a aquella que criticaba Grosz.

Mientras la burguesía de honorable prosapia (ah forjadores de la Catalunya nostra) hace gala de su estirpe sisándole pasta a los becarios del Palau, mientras los arquitectos postmodernos plantan su chiringuito en la playa con el noble y uniformador propósito de fomentar la mezcla —mezcla de clases sociales, mezcla de culturas, mezcla de lenguas: qué gozosa promiscuidad sesentayochista se promete el señor Bofill—, mientras los hay pescadores que obtienen ganancia en río revuelto (por no hablar de las17.000 páginas); mientras pasa todo esto, digo, al Ayuntamiento se le ocurre que el problema de Barcelona son los muertos de hambre, esa chusma cochambrosa que no da el pego en el escaparate ciudadano ni aunque se la coloque al lado del CCCB. Qué asquito, los mendigos durmiendo sobre los bancos donde debería poder sentarse un turista (de calidad, se entiende: turista de calidad). Emprendamos pues la revolución, la dels petits gestos, seamos creativos y utilicemos l’enginy para atajar los grandes problemas de nuestra sociedad, troceemos los bancos en elegantes porciones individuales para evitar que humano alguno pueda dar el poco edificante espectáculo de echarse a dormir en ellos. Qué sencillez,qué simplicidad, qué tersura de pensamiento la del alma creadora que ha ideado la feliz solución. Casi me atrevo a decir que poética solución: ¿no es propio de la poesía conseguir tanto con tan poco? Porque véase el alcance sociológico del apoyabrazos: desde la «unidad de gestión del espacio público» responsable de hallazgos tales afirman que «no vamos al efecto, sino a la  causa». ¡Acabáramos! ¡Si Marx lo hubiera sabido! ¿Para qué escribir El Capital, si con unos apoyabrazos podemos ahuyentar la pobreza de nuestras ciudades?